miércoles, 19 de noviembre de 2008

De Senectute

Franco Rella.

Nosotros somos en el tiempo, el tiempo que fluye raudo y terrible. Benjamin dijo que sólo una ruptura mesiánica puede salvarnos de este ir precipitando, porque esta ruptura puede crear una suerte de inversión temporal y, por lo tanto, lo que se ha desmoronado, lo que se ha quebrantado irremediablemente puede encontrar de nuevo sentido y razón de ser. En una palabra, puede ser redimido. Y si la esperanza mesiánica no es para todos, para todos es al menos la posibilidad de poner las cosas en Stillstand: en estado de detención. De manera que, en la tensión que las mantiene en suspensión por un instante, las cosas pueden significar, o por lo menos crear ese espacio, ese intersticio donde incluso lo inexpresable puede asomarse, mostrarse y acaso adquirir forma y convertirse así en un significado, en un sentido. Rilke escribió que también el dolor, incluso el dolor, puede convertirse en -algo nuestro-. Pero hay quien no tiene tiempo. Los condenados de la tierra, que yacen en una miseria inacabada que aglutina todo tiempo en un solo tiempo: el eterno presente del hambre, de la necesidad, del sufrimiento. Pero todos nosotros llegamos a ser condenados de la tierra. Es la edad de la vejez, cuando perdemos no sólo todo poder sobre lo que nos rodea, sino también sobre nosotros, sobre nuestro cuerpo y nos convertimos en algo abandonado a los cuidados de quienes están a nuestro alrededor. Es el tiempo en que la memoria se empaña, el horizonte del futuro se aplana hasta desvanecerse y se vive en una especie de presente sin confines; ese tiempo que es, como ha escrito Taubes, el tiempo en que espira el aliento mefítico de la muerte. Ese tiempo, que será nuestro tiempo, es incomprensible. Es un misterio dentro de la vida, grande como el misterio de la muerte que habita en ella.

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