sábado, 25 de abril de 2009

Articulo aparecido en Pagina 12, Buenos Aires, Argentina

La familia atada
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO El otro día vi por la televisión a un abuelo desesperado. ¿Alguna vez han visto a un abuelo desesperado? Es algo terrible de ver. Es como ver a un padre desesperado... pero peor. El hombre miraba a cámara y con la más seria de las sonrisas que uno pueda imaginar (imagínenla ustedes; porque yo la vi y todavía me estoy reponiendo de semejante visión) decía algo así: “Sólo quiero que cualquier día de éstos me atropelle un auto y quedar en coma. Por dos o tres meses. Y después de ese tiempo recuperar la conciencia sin consecuencias graves. Volver a ser el que era, llevar el mismo tipo de vida. Pero de verdad: les juro que necesito descansar un tiempo. Ya no aguanto más esto de tener a los nietos todos los días en casa, desde la mañana a la noche y otra vez a la mañana y...”. Y el abuelo desesperado, en serio, seguía sonriendo. El abuelo desesperado –quien todos los días se desayuna con alguna nueva noticia sobre el aumento de expectativa de vida para los ancianos– sólo quería poder descansar en paz sin tener que llegar al extremo de morirse.
DOS Pero parece que no se puede. Adiós a esos crepúsculos lentos y dulces y a esas propagandas donde se mostraba a parejas de modelos canosos y esbeltos caminando junto a una playa o corriendo por los prados, redescubriendo el amor de volver a vivir y disfrutar del júbilo de la jubilación como premio al deber cumplido. Y en España –y supongo que en el mundo– no deja de hablarse del tema entre susurros vencidos y alaridos derrotados. “El síndrome del nido lleno”, titulaba una doble página de La Vanguardia hace unas semanas. Y allí se mencionaba un estudio con título en versito, “La generación de la transición: entre el trabajo y la jubilación”, que determinaba que un 69 por ciento de los padres españoles de entre 60 y 70 años tiene contacto diario con sus hijos independizados –el doble de la media europea–, el 40 por ciento todavía tiene a algún hijo viviendo con ellos y un 48,3 con hijos todavía no emancipados (léase: “Papi, mami... Les dejo a los chicos para que les den de comer y los bañen, pero antes de todo eso no vayan a olvidarse de pasar a buscarlos a la salida del colegio y aquí sobre la mesa les dejé el frasco de píldoras para la memoria”). Para aquellos que les gusta tanto coleccionar porcentajes, aquí van algunos más, explicando en detalle las actividades de casi la mitad de los entrevistados para el estudio en cuestión: el 30 por ciento ayuda a sus hijos cuidando a los nietos en el domicilio propio, un 13 en el de los hijos, un 28 los lleva o los recoge del colegio, un 17 les sirve el desayuno y un 14 se encarga de la cena. Y la cosa se complica más cuando se revela que el 13 por ciento de los padres mayores de 65 años tienen, todavía, a alguno de sus progenitores aún vivo y requiriendo de cuidados y atenciones varias. Esto ubica a España en un poco honroso primer puesto europeo a la hora de seguir –no es lo mismo la familia unida que la familia atada o constantemente reunida– aquel lema dominguero que aullaba Carmelo Campanelli una vez alcanzada la breve tregua de los ravioles: “Lo primero es la familia”. Y lo segundo y lo tercero y lo cuarto también.
TRES Así, la familia ya no es lo que era. O mejor: su curso se ha visto alterado en los últimos tiempos. Así, la familia como entidad golpeada por el estallido radiactivo de algún accidente de laboratorio. La familia que se alza entre las ruinas como una criatura mutante que ya no es y nunca volverá a ser lo que era. La familia como algo con demasiados cuerpos y cabezas y todos juntos en unos pocos metros cuadrados, como en aquel cuento de Ballard, a quien tanto extrañaremos su mirada extraña y cada vez más normal en este mundo cada vez más ballardiano. El testimonio del abuelo antes mencionado es, apenas, la punta de un iceberg contra el que chocan y naufragan todas las expectativas. Es decir: los que por fin, no hace mucho, se habían ido en busca de grandes aventuras vuelven vencidos a la casita de los viejos; los que se habían ido hace tiempo resulta que ahora se separan. Otros, más cautos, deciden pensárselo un poco: la cosa no está como para andar dividiéndose. Imposible financiarse una nueva casa y seguir pagando la anterior. Y está el tema de los chicos, de traerlos y llevarlos de un lado para otro. Así es como ha ido descendiendo el índice de divorcios por estos lados. Por primera vez en diez años. O tal vez la cosa tenga que ver con el hecho de que muchos flamantes separados –habiéndose independizado cerca de las cuatro décadas de edad– ya no tienen padres que puedan cuidarles los hijos o casitas de los viejos a los que retornar. O, quizás, los viejos padres –sabiendo que en cualquier momento mutarían a abuelos full time y todoterreno– se apuntaron al programa de protección de testigos del FBI y cambiaron nombre y domicilio y rostro para ya nunca ser encontrados por sus vástagos y por los vástagos de sus vástagos.
CUATRO Y hasta hace poco –en tiempos de bonanza de espejismo pero de bonanza al fin– las estadísticas decían que la edad promedio en la que un hijo español dejaba la casa de los padres españoles era la de unos 36 años, verano más o verano menos. Parece que los quieren mucho o que están cómodos. El 51 por ciento de los hombres y el 50 de las mujeres con ingresos suficientes como para vivir solos deciden quedarse un ratito más junto a papi y mami. De este modo –explican sociólogos y psicólogos– la infancia se acorta (la media debuta sexualmente a los 16 años y 10 meses) pero la adolescencia se alarga. Mucho. Así, la edad del pavo se convierte en la edad del pavo irreal. Así, hasta hace poco uno salía a conocer mundo a eso de los 36 años promedio porque no se podía comprar piso propio (¿qué es esa vulgaridad de andar alquilando por ahí cuando se puede ser copropietario de la vivienda paterna?) y ahora, en tiempos de crisis, la cosa se ha complicado todavía un poquitito más y aquellos educados por una sociedad consumista para el consumo se descubren súbitamente consumidos. La contracción de créditos bancarios ha generado lo que ya comienza a conocerse como Generación Cero. Y si antes se quejaban los Mileuristas, los Chicos y Chicas Cero –los más preparados y con más estudios de la historia ibérica– darían cualquier cosa por tener trabajo. España es también –con el 31 por ciento y sumando– líder europeo en desempleo juvenil. De ahí que haya tanto tiempo libre y pocas actividades gratuitas. De ahí que, seguro, los padres les recuerden todo el tiempo a sus ya casi marchitos retoños que se tomen la píldora, que no vayan a salir sin profilácticos, que mejor se hagan una vasectomía o se aten las trompas o lo que sea. No vaya a ser que cualquier noche de éstas sus hijos les consigan trabajo de abuelos.
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viernes, 24 de abril de 2009

Dr. Ramón Carrillo, precursor de la Gerontología


En 1906 nace, en Santiago del Estero, Ramón Carrillo, tan solo diez años más tarde escribe Glosa a los servidores humildes, esto da cuenta de una sensibilidad y una mirada desde tan temprano que extiende a los mayores, que llama la atención e impulsa a conocer, a investigar, acerca del modelo de envejecimiento con el que se identificaba, que habla incluso del contexto de su tierra natal y de esa preocupación que ya de tan joven lo motiva a hacer una aclaración entre paréntesis que abogue por un amparo a la vejez.
De esta manera, en un ambiente en que los derechos de asistencia social y médica para un sector específico ni se nombraban, Carrillo puntualiza una demanda y se hace eco con un sentido profundamente humanista que sostendrá a lo largo de toda su vida.
Sienta además las bases de previsión social, por las que será reconocido.
En 1929 con su flamente título de doctor se especializará en neurocirugía, estudiante ejemplar de dieciocho horas diarias, recibe como premio la medalla de oro por ser el mejor promedio de su promoción.
Viaja a Europa, asiste a Congresos, es nombrado en el exterior por sus investigaciones, escribe, publica, hasta que lo encontramos en 1946 desempeñándose como titular de la Secretaría Pública de la Nación.
El Dr. Germán Rodríguez lo califica como el mejor sanitarista que ha dado la Argentina.
Pionero en reemplazar las historias clínicas por historias sociales, de una medicina que propone desde sus fundamentos ver al sujeto en situación, ensanchar la mirada, visualizar al hombre no sólo desde la biología sino desde una perspectiva biopsicosocial, afirmando de esta manera que un hombre es mucho más que su biología.
Esta comprensión del ser humano, del contexto del que emerge, del orden socio-histórico que lo determina, lo fragmenta, lo sujeta a la crisis y lo enferma, le permite elaborar un Plan Analítico de Salud, un plan integral que entre tantos caminos propone en 1947 la fabricación de penicilina en el país y sobre todo a muy bajo costo.
Esta misma carrera puesta al servicio del pueblo, hace que diseñe los centros materno infantiles que redundarán en un marcado descenso de la mortalidad infantil.
Sería imposible dejar constancia del legado de este gran hombre, un libro El Olvidado de Belem de Daniel Chiarenza, refleja su vida y su obra surcada por una pasión obsesiva por la salud de la gente.
Por último, hacemos mención porque se lo ha considerado un precursor de la Gerontología, con el agregado de poseer irrefutables conocimientos sobre envejecimiento celular.
Textualmente manifiesta Carrillo:
La lucha contra la vejez es una lucha contra las enfermedades sobrecargadas al mero hecho de vivir. En el fondo es una lucha contra el tiempo. Se trata de que las enfermedades no lleguen antes de la hora o, de ser posible, que no lleguen nunca y que la vida dure lo que la biología preceptúa que debe durar.
Para Carrillo la vida humana es más larga de lo que se cree, si está limitada es por la incidencia de factores intrínsecos y extrínsecos producto de la convulsión que implica para la vida humana el desarrollo de la civilización moderna.