viernes, 6 de marzo de 2009

Acerca del buen morir

Vengo cruzando mails con una señora de cierta edad, a propósito de una contratapa que escribí hace unas semanas sobre “el buen morir”. En el primer mail, la señora me preguntaba si había manera de conseguir en Argentina los tres libros que yo mencionaba, pero como quedó en evidencia en el segundo mail, la pregunta era sólo una excusa para decirme que el final de mi nota le parecía altamente implausible, y de muy dudoso gusto además (yo citaba las últimas palabras que le había dicho una paciente a un amigo mío médico en un hospital, después de pedirle que se sentara a su lado y le sostuviera la mano: “Llevo un rato muerta y casi no se nota la diferencia”). “No me parece nada bien rematar con una humorada un asunto tan serio”, me decía mi corresponsal, de nombre Aída. “Y además no creo que exista ese amigo suyo médico”, agregaba sibilinamente en la posdata.
Soy de cumplir esa regla de hierro enunciada por Saul Bellow (“Nunca, bajo ningún aspecto, contestar las cartas que recibimos de lectores”), pero esta vez confieso que me solivianté. Le copié a Aída el mail de mi amigo médico, para que ella le preguntara directamente si existía o no. En cuanto a las según ella implausibles últimas palabras que cerraban mi nota, copié de memoria unos versos del poeta polaco y Premio Nobel Czeslaw Milosz (que quizá no fueran de él sino de otro polaco poeta y Premio Nobel, Zbigniew Herbert): “Hay una hora que no es aún la noche y no es ya el día, en que los muertos y los vivos pueden tocarse”.
Creí que con eso daba término a mi epistolario con Aída, pero la respuesta llegó pocas horas después: “Encontré hace un mes, en una librería acá en Rosario, un volumen muy breve de una médica inglesa llamada Iona Heath, que trabaja en un hospital de uno de los barrios pobres de Londres. El libro se llama Ayudar a morir. Pensé que usted plagiaba de ahí”. Antes de enojarme más con Aída, me di una vuelta por las librerías gesellinas y encontré sin dificultad el librito en cuestión. Empecé a leerlo de parado y todavía furioso. Una hora después, cuando me faltaban menos de veinte páginas para terminarlo, decidí que era uno de esos libros que hay que tener sí o sí, lo pagué, me lo traje a casa, me senté a la computadora y le agradecí a Aída su recomendación. “No me agradezca. Escriba sobre el libro”, me contestó.
Lo primero es lo primero, entonces: la muerte es parte de la vida, dice para empezar la doctora Heath. El gran Hans-George Gadamer, que vivió hasta los 102 años, había declarado al cumplir los cien: “Quiero estar vivo hasta la muerte. Si reducir el dolor es atontar la conciencia, prefiero el dolor. Al menos prefiero elegir yo mismo entre el dolor y la conciencia”. Samuel Beckett confesó enfurecido, antes de morir: “Es casi imposible hoy en Europa morir con dignidad, salvo que uno sea pobre”. Más del 70 por ciento de los pacientes que mueren en hospitales europeos lo hace bajo el efecto de potentes calmantes (y el 55 por ciento muere con los tubos de alimentación puestos). ¿Entonces la mejor muerte posible, hoy, sería la muerte repentina? La doctora Heath pone el dedo en la llaga cuando se pregunta si la muerte repentina es una buena muerte. Y se contesta que la mejor manera de completar la vida (y qué es una buena muerte sino eso: completar la vida) es estar preparado para morir.
Según la doctora Heath, la mente y el espíritu se adaptan a los efectos que tienen en el cuerpo la vejez y la enfermedad. Según la doctora Heath, uno no muere hasta que el cuerpo está listo para morir: a medida que decae la esperanza, crece el anhelo de paz en las personas mayores. Esa es la señal mental de que uno está preparado para morir (la tarea de los médicos es contribuir a que los tiempos corporales y mentales del paciente estén en la mayor armonía posible). Según la doctora Heath, no se muere repentinamente ni siquiera en los episodios cardíacos: hay vida después de que el corazón ha dejado de latir. Apartar la vista de los moribundos es tratarlos como si ya no perteneciesen al mundo de los vivos (y me permito recordar aquí a los lectores lo que conté la semana pasada sobre Gore Vidal, cuando llegó a la habitación donde yacía su amante de toda la vida justo en el momento en que éste había dejado de respirar: “Howard tenía los ojos abiertos y brillantes y alerta. Los pulmones y el corazón tal vez ya se hubieran detenido, pero los nervios ópticos seguían enviando mensajes a un cerebro que, como dicen los que entienden, no se apaga inmediatamente. De manera que, en el final-final, nos miramos fijamente a los ojos uno al otro”).
La doctora Heath cree, como John Berger, que los muertos nos ayudan a morir. Berger lo dice de manera poética: “Los muertos rodean a los vivos. Y hay intercambios entre ambos, intercambios que nunca fueron claros y que, desde que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, se han vuelto más difusos aún. Hoy pensamos en los muertos como los eliminados, con consecuencias desastrosas para los que estamos vivos”. Porque es médico, y porque es mujer, la doctora Heath es más terrestre. Ella explica así su convicción: “Cuando los muertos superan a los vivos entre las personas que conocemos, es más fácil morir. Eso es lo que les pasa a los viejos. O a los que sobreviven a una masacre, una catástrofe, una guerra. Y eso es lo que explica, quizá, por qué es tan difícil para los jóvenes aceptar la muerte”.
Hay una sensatez sobrehumana, casi angélica, en las palabras de la doctora Heath. Su brevísimo, invalorable librito termina con un puñado de consejos para que los médicos recuperen ese papel tradicional como compañeros-en-la-muerte, que abandonaron a causa de los avances científicos y tecnológicos. Me permito reproducirlos: Siempre que sea posible, los pacientes deben morir en un lugar familiar y querido. No deben morir en soledad. Hay que comunicarse hasta el final con el moribundo, y no sólo de palabra sino también a través del contacto físico, mirándolo a los ojos, sosteniendo su mano. La muerte no se puede evitar. La muerte pone fin al miedo.
Mi querida Aída, espero que ahora estemos en paz.

Juan Forn

PD: Esta nota ha sido enviada gentilmente por Alberto Pinus, integrante del Blog, es oportuno compartirla, y agradecer todas las colaboraciones, sugerencias, opiniones.
Eleonora.

Comentario acerca de la nota publicada

Hola, Eleonora, hola a todos.
Son muchas las cosas malas que se dicen de los hogares de ancianos. Mi mamá, que actualmente va a cumplir 95 años, comenzó hace unos 15 años a confundirse y a ponerse peligrosamente agresiva, diciendo que querían matarla. Hasta allí vivía con mi hermana (está en el interior), que es divorciada. Mi mamá misma pidió que la llevaran a un hogar, y le tocó uno excelente, limpito, con atención médica real, con la dueña (discapacitada) y las enfermeras sumamente cariñosas. Luego el hogar cambió de dueños y ya no fue lo mismo, así que la cambiamos a otro, tan bueno como el primero. Mi hermana va dos veces al día, mañana y tarde, y le conversa de cada uno de los numerosos integrantes de la familia (ya no nos confunde), la hace cantar (cuando era joven cantaba y componía música) y recordar cosas de su vida, y esto le mantiene su mente actualizada. Se nota la importancia de esto, porque cuando mi hermana viajó al exterior, en una semana ella volvió a confundirse y a decir que tiene 18 años, pero cuando mi hermana regresó, volvió a estar bien mentalmente. Yo suelo viajar unas tres veces al año para visitarla, y ella me reconoce en cuanto me ve.
Suelo charlar con mis hijos de esto, y les digo que, cuando comience a confundirme, no tengan reparo en llevarme a un hogar. Lo único que les pido son dos cosas: que me visiten seguido, y que me crean si les digo que me maltratan, porque eso puede pasar fuera de la vista de ellos.

Abrazos,
Leo.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Geriátricos. El ingreso tan temido


Es común en nuestra práctica que algunas familias se enfrenten ante un grave problema cuando han pensado la posibilidad de que el adulto mayor ingrese en un establecimiento geriátrico:sentimientos encontrados, temor, culpa, confusión.

Esto nos lleva a realizar algunas pequeñas formulaciones con respecto a la mejor forma en que puede realizarse dicho proceso; como señalamos es un proceso que incluye la noción de un tiempo de elaboración, totalmente alejado de las experiencias que escuchamos narrar por los adultos mayores que están ya participando de esa experiencia, más parecida a un exabrupto, en el que la institución casi no conoce al adulto mayor, ni éste sabe a ciencia cierta su destino.
La familia muchas veces le hace la demanda a la institución para que la ayude a convencer a ese adulto; en otros casos, ni siquiera existe este necesario paso previo que es una secuencia de entrevistas.

Siempre recuerdo el caso de una abuela -como suele denominárselos aunque no tengan nietos- que me contaba que su hija y su yerno la habían llevado a pasear, de pronto se había encontrado en este lugar y nunca más los había vuelto a ver...
O el otro, en el que una señora me contaba que su hija le había vendido el departamentito para poner un negocio, pero con que el tiempo la irían a buscar para mudarse a una casa más grande...
O aquella que me decía ¿porqué me hicieron esto?. Por no hablar de la infinidad de casos en que los hijos deciden por su bien... también sería oportuno recordar cuando algunos adultos alegaban lo mismo.En muchas familias se vuelve a jugar la misma conflictiva del pasado.

Lo cierto es que no podemos avalar prácticas abusivas de ninguna índole, en ninguna etapa, ésta aparece más solapada, por la indefensión propia de los sujetos en cuestión.
Historias muchas de estas variadas formas de desresponsabilizarse, justificaciones mediante, en la que los adultos mayores son víctimas no sólo de las familias sino también de las instituciones que los acogen bajo esas circunstancias tan poco favorables, donde prima el engaño y la escasa posibilidad de que puedan tenerse en cuenta no gran parte sino ninguna de sus demandas.
Ya que con ese inicio, desde esa perspectiva no podemos pensar que esa persona tenga un destino demasiado promisorio, ni sea tomada como lo que es un sujeto de derechos, de deseos, con proyecto y calidad de vida.
Entonces, lo esperable sería que este ingreso no funcionara como un mecanismo de segregación, donde se ha dado salida al caso problema, en este caso el viejo de la familia.
Como premisa básica lo primero que habría que realizar es una consulta al deseo del adulto mayor, vincularlo tanto a él como a sus familiares con la organización, así como indagar lo que la misma le propone a su proyecto de vida.
Con esto decimos, con qué recursos cuenta el Adulto Mayor, si podrá conocer con antelación a los otros residentes, preguntarse cuántos de sus objetos personales serán permitidos, cuánto será respetado en su modalidad de interacción, en sus gustos, qué pasará con las entradas y salidas del lugar, con sus visitas, con sus llamadas teléfonicas, con sus intereses -sociales, políticos,religiosos-, con la administración de su dinero, con el cambio de horarios con respecto a comida y sueño, con su terapeuta particular -en caso de tenerlo-, con su sexualidad, con el mundo del afuera...

Nos estamos dedicando entonces a que se definan claramente cuáles son sus derechos, así como cuáles son las obligaciones de la parte prestadora.
Nos dedicamos a pensar que no es suficiente que la institución exude pulcritud y limpieza, cuadros en sus paredes, plantas en el jardín, o una cartelera de horarios y comidas, y algún que otro reloj que marque el tiempo, sino algo que es fundamental para que el sujeto tenga anhelos de seguir existiendo y es el respeto por su subjetividad, ya que cuando el análisis no pasa por ese costado es muy probable que esa rigidez e inflexibilidad de la organización favorezca el deterioro y la despersonalización.

Si bien la preocupación por el costo de todas las cosas parece ser el signo prioritario de estos tiempos, en principio debemos abocarnos a observar los detalles de atención, observar el rostro de la mayoría de los residentes, el clima grupal que allí circula, la cantidad de personal, entre algunas cosas.

La tristeza se huele, se olfatea en todos los rincones; los talleres estereotipados también, el personal agotado por los horarios excesivos o por el autoritarismo reinante, todo puede servirnos de dato para realizar algún tipo de hipótesis del lugar.

En ciertos artículos gerontológicos suele señalarse que no es traumático el ingreso al geriátrico, seguramente siempre lo imposible de digerir es el engaño, de ahí que pensamos la importancia de darle lugar a la palabra, a veces, un cuidador domiciliario puede ser un recurso viable, posible, que permite que el adulto no se sienta exiliado, en otros casos, un geriátrico si está bien elegido puede ser una buena opción antes que el abandono del adulto. Incluso puede ser una opción que no sea de carácter permanente.

Lo importante es que este adulto sea informado, que sus fantasías de abandono, de no ser escuchado o amado, o su temor ante el deterioro y la muerte no sean retroalimentados, sino atenuados por el conocimiento de que hay un otro que puede albergarlo en su deseo.

domingo, 1 de marzo de 2009

La mirada de Silvina


Envejecer
Nunca pensé que envejecer fuera el más arduo de los ejercicios,
una suerte de acrobacia que es un peligro para el corazón.
Todo disfraz repugna al que lo lleva. La vejez
es un disfraz con aditamentos inútiles.
Si los viejos parecen disfrazados, los niños también.
Esas edades carecen de naturalidad. Nadie acepta
ser viejo porque nadie sabe serlo,
como un árbol o como una piedra preciosa.
Soñaba con ser vieja para tener tiempo para muchas cosas.
No quería ser joven, porque perdía el tiempo en amar solamente.
Ahora pierdo más tiempo que nunca en amar,
porque todo lo que hago lo hago doblemente.
El tiempo transcurrido nos arrincona; nos parece
que lo que quedó atrás tiene más realidad
para reducir el presente a un interesante precipicio.
Silvina Ocampo