lunes, 15 de febrero de 2010

Y seréis como dioses

Por Daniel Herrendorf
Asesor del Ministerio de Justicia, Seguridad
Derechos Humanos de la Nación.

Especialistas en demografía convocados por el
International Herald Tribune en New York señalaron
que “para 2050, por primera vez en la historia
humana, habrá más personas mayores de 60 años
que menores de 15”. Los expertos presentan esa
conclusión como la amenaza del siglo XXI: el envejecimiento
del planeta.
El planteo puede ser falaz. El envejecimiento y
la vejez misma no son una amenaza; lo es, en todo
caso, no integrar a individuos que –desde los 65
hasta los 100 años– pueden brindar saber y trayectoria
acumulados a una sociedad que carece de tal
acumulación. Ninguna memoria es infinita; siquiera
las memorias virtuales. Y si lo fueran, no sería posible
la memoria artificial de la experiencia: un disco
rígido no registra fracasos, intentos, melancolías o
disputas.
La cortesía imposible
La demografía trazada en el seminario del
Herald expresa un paulatino envejecimiento del
planeta; y delata un índice de preocupaciones
relativas a la economía social. Dicho rápidamente:
a) no se sabe cómo mantener a ancianos que deberían
tener la cortesía de morirse a los 65 años para salvar
sistemas previsionales colapsados; y b) menos se
sospecha cómo mantenerlos saludables a todos ellos,
con sistemas sanitarios no sólo quebrados sino con
el horrible deber hipocrático de salvar sus vidas a
cada rato. Los cuatro milagros del siglo XX –el agua
potable, los antibióticos, las anestesias y la asepsia–
son ahora un problema que los expertos expresan en
términos económicos y se aterrorizan. Si lo pensaran
en términos de vida inteligente verían un grandioso
porvenir. La vida social no puede sólo cuantificarse:
es preciso medir la calidad de la vida inteligente en
términos de contribución cultural.
No es problemático que la sociedad tenga muchos
ancianos, sino que no les imagine un lugar en
su sistema de valores culturales. Más de 30.000 habitantes
superaron, al terminar el siglo XX, los 100 años
en condiciones saludables. Con el paso del tiempo y el
avance de la ciencia, habrá cada vez más ancianos en
el mundo. Es preciso contar con un programa político
que los incluya en la sociedad global.
Tal vez la juventud sea el único estado de auténtica
carencia. La sobre-valuación que se hace
de ella suele ser tecnológica o bélica: los jóvenes
asumen los cambios bruscos con facilidad y van a la
guerra con más coraje que conciencia. Lo que nadie
dice es que no es preciso que los ancianos manejen
más tecnología de la que conocen para ser útiles. La
vejez es el único tramo de la vida que exhibe conocimiento
adquirido más la certeza de su aplicación
experimental al cabo de unas cuantas décadas. Los
jóvenes no tienen esa arruga en el currículum: faltan
las décadas.
La propuesta infernal
No advirtieron los demógrafos, en su propuesta
de traer más niños al mundo, que trazaron así una
rara paradoja: como que los bebés no se mantengan
eternamente impúberes, a cien años de nacidos
habrá que explicarles que están de más y que no se
nos ocurre qué hacer con ellos. La propuesta es infernal:
se les diría sin sobresalto –como se hizo en
el siglo XX– que la economía esperaba que vivieran
70 años y que carece de sistemas de exterminio
–por costos, no por caridad–; a los 80 transitarán
un derrotero de molestias que nadie disminuirá; el
anciano será un estorbo en todas partes muy rápido.
Verá que el mundo laboral y académico lo excluye; el
sistema previsional reduce sus ingresos; el sanitario,
la calidad de su vida. Si no es millonario perderá los
deseos y la buena fe en poco tiempo. Así vive un
anciano en la actualidad en el mundo próspero: en la
menesterosidad y la carencia económica y social.
Otro reiterado mito usual equipara la ignorancia
con altas tasas de crecimiento. El ejemplo del
día son los africanos sur-saharianos y los talibanes
que se reproducen, según la opinión de los expertos,
por su escasa cultura planetaria y su inconsciencia
genética. Si la ignorancia fuera la causa de las altas
tasas de crecimiento, a la inversa los esquimales y los
escitas deben haberse extinguido por un exceso de
genialidad; y nada explicaría que la superpoblación
india y china se corresponda con culturas macizas,
abundantes en sutilezas y matices y en expansión
impactante. Se advertirá en el idioma: los lingüistas
señalan hoy que mucho costará al inglés y al español
sobreponerse al mandarín cuando comience de verdad
la migración traspacífica.
Creced el alma
Las religiones no son sólo un ingenioso detalle
como ha insinuado un experto demógrafo. El man-
dato judío, cristiano, islámico y buddhista de crecer
y multiplicarse es de la más alta y vieja sabiduría.
Prosperan los pueblos con muchos hijos, vidas largas
e inteligentes, y viejos sanos e ilustres (cf. Arnold
Toynbee, Compendio de Historia Universal). Sus testamentos
mandan procrear (multiplicaos), educar a
los hijos para que sean más sabios que los padres
(creced), cuidar la dignidad de los viejos (honrarás padre
y madre) y ensalzar la vida (no matarás). El más
bello saludo judío es Lejaim (por la vida).
Tampoco matarás al nonato, porque la vida es un
proceso milagroso que la medicina no comprende y
no se puede planificar en abortos y eutanasias. Crecer
no es un mandato para ser más gordo, más atlético
o más rico, sino más sabio. El buen dios quiere que
el alma crezca. Por eso el desvelo trágico de los padres
sensatos es educar a los hijos con solidez. Un
espíritu bien equipado resiste hasta el fin.
El mundo creció así, al amparo de inspiraciones
divinas. Asia y Atenas añadieron filosofía y dialéctica
al pensamiento mítico. Cuando sacaron el
cuerpo del campo de batalla descubrieron el logos.
Europa nos enseñó a ser libres, iguales y fraternos.
Después Lincoln, Gandhi, Saddat y los estudiantes
de Tiananment morirían en busca de los beneficios
de la libertad. El mundo progresó por el sendero de
su capital humano. La clave es qué cantidad de inteligencia
quiere ejercer una sociedad libre. Un pueblo
que –con su fertilidad– expande la educación y el
conocimiento, crece siempre. Para ello debe contar
con la acumulación del saber que sólo produce en
las personas el derrotero del tiempo: esa desgracia se
llama vejez y es una bella bendición.
Tal vez el anatomista que mejor ha explicado
las causas de la prolongación de la vida en el siglo
XX fue el argentino Alfonso Albanese. Hasta que
lo distrajo la muerte a los 99 años, asistió todos los
días a su cátedra en la Facultad de Medicina de la
Universidad de Buenos Aires.

Extractado de la Revista reseñas y debates
del Instituto de Altos Estudios Juan Perón.