jueves, 25 de diciembre de 2008

Fernando Ulloa, acerca de la vejez




Cuando Edipo resuelve el enigma que le propone la esfinge, identifica la vejez con el caminar en tres patas,añadiendo el bastón a las dos vacilantes del anciano. Por supuesto, que hace algo más que aludir a la marcha del anciano, que como gateante niño fue cuadrúpedo y luego bípedo en plena posesión de su cuerpo. Dice de ese trípode en que se afirma la senectud: cuerpo gastado por la vida, proximidades con la muerte e impaciencias que despierta el anciano en el entorno.
¿Qué quiere decir impaciencia del entorno? Quiere decir que la ancianidad suele promover mal trato o al menos distrato, trato perturbado, displacer. Cosa curiosa, ya que esto mismo puede decirse del loco: el loco promueve mal trato, que a su vez refuerza su locura, que a su vez refuerza el maltrato camino a la manicomialización.
Es curioso porque el distrato que ocasiona la vejez reconoce causas casi opuestas de las que supone la presencia del loco. El loco y su lógica-ilógica induce a no saber lo qué dice, no entender su decir singular. Entonces la pregunta ¿qué dice este loco?, pronto se torna en escándalo que exclama: ¡Qué dice este loco¡ Al no entender se estandariza un diagnóstico global, sin reconocerlo como sujeto singular. Comienza el círculo del malentendido y de los entendedores malos, gestores del distrato.
No olvidemos que tratamiento deriva del buen trato clínico.
Con el anciano ocurre algo paradojal en cuanto al distrato o trato perturbado, o simple y llanamente mal trato, el cual deriva de todo lo contrario de las dificultades para entender.
La ancianidad habla claro, anticipa con claridad un final no sólo para el anciano, sino para su entorno, para nosotros. La ancianidad proclama la condición patética del hombre, ser que ignora y al mismo tiempo sabe de la muerte. Esa muerte que al decir ambiguo de Freud no tiene inscripción en el inconsciente y sí la tiene en la conciencia, la tiene como muerte del otro.
Voy a apelar a una sentencia atribuida a Goethe:
La vejez no tiene características particulares en cuanto a la condición del hombre, sólo que los años han desnudado aquellas cosas que los eufemismos de la juventud mantuvieron ocultas.
Eufemismo, significa decir atenuado, incluso tan atenuado que casi puede decir otra cosa. La belleza y la vitalidad del cuerpo joven son legítimas en sí, pero la hermosura de esa joven vitalidad enmascara otros valores y toda máscara proclama en primer término el per-sonare, es decir, los sonidos de la personalidad que oculta.
La elocuencia no eufemística y patética del cuerpo gastado, de la muerte anunciada, promueve la tercera pata del trípode: la impaciencia del entorno. ¡Vaya precioso bastón para afirmar la endeblez¡

Pero no es la única cosa que proclama aquella desnudez directa de la que habla Goethe, no es desnudez que sólo anticipa un final, también anticipa paradojalmente un pasado, o tal vez deba decir aquellos valores que son permanentes en la cultura.
Anticipar un final que tendrá que ver con no forzar al anciano ni a la atención que queremos darle. En esa anticipación de una espera habrá de hacerse posible aquella sentencia de Wittgenstein que decía:
El libre albedrío radica en la imposibilidad de conocer ahora los hechos futuros...
Aquí se trata de la relación entre el saber de la muerte y lo que a su tiempo será sabido como propio morir.
Uno de los fundamentos de la ética humanista es el libre albedrío, ese término tal vez con poca vigencia entre tantos desmodernismos y distrato postmoderno.
No forzar hasta la impotencia al anciano, ni reducirlo a ella imponiéndole nuestra presencia, hace posible que él mismo no viva hacia la muerte -muerte ya establecida- sino hasta la muerte. Que la muerte lo encuentre vivo.
Lou Andreas-Salomé decía algo curioso, como afirmación general con respecto a la perversión:
El perverso tiene acceso directo al lado oscuro de los sentimientos.
En cierta forma, la ancianidad representa también un acceso directo al sentido patético de la vida. En el anciano este saber suele ser duro. En en entorno, suele promover dureza que se impacienta y no hace réverie, ese asumir el sufrimiento sin disparar respuestas próximas a la perversidad, como suele acontecer con la mezcla explosiva de la culpa y el temor.
Cuando la réverie llega a formar parte de los mecanismos que hacen posible una vejez asistida, el bastón es algo más que andar a los bastonazos en la oscuridad.

Pequeña anécdota

Voy a terminar con un homenaje a mi anciano padre, que incluye a mi hijo. Una anécdota que seguramente mi hijo no recordará porque era muy pequeño, tendría tres o cuatro años y le pregunta a mi padre:Abuelo ¿qué es la muerte?, y él le respondió -yo me quedé sorprendido y realmente fue una lección-, el viejo muy tranquilo le dijo: Bueno, vos te preguntás sobre la muerte porque sos muy chiquito y casi no sabés nada de la muerte, por eso me preguntás, yo que ya he vivido muchos años, ya aprendí mucho de la muerte como para no tener miedo, vos en cambio tenés que esperar muchos años más y tal vez algún chico te haga la misma pregunta algún día.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Un recuerdo de adolescencia de 1954

Memoria


Vivir nos endurece. Y está bien que sea así, es necesario. Los fracasos nos templan, nos preparan para defender lo nuestro, y para encarar los futuros fracasos, que siempre habrá algunos entre las cosas que nos salen bien. Pero también es necesario —para que no seamos sólo payasos de piedra, máquinas actuando por reflejos en un ambiente que a fuerza de vivir se ha tornado previsible—, que resucitemos cada tanto al niño que fuimos, con su asombro de colonizador extraterrestre ante un mundo desconocido, insólito.

Por eso, este escrito no es un cuento; hoy, lector, no esperes un desenlace inesperado. Sólo quiero recuperar y compartir una de esas dulces cachetadas, una de esas fuertes sensaciones casi perdidas entre tanto aprendizaje para conseguir funcionar aceptablemente en el sistema.

Nuestro pueblo, Salto, tenía apenas unas diez cuadras de largo. Cuando yo tenía doce años los varones sólo podíamos reunirnos con varones; hacía pocos años que habían comenzado, a veces mal vistas, las primeras escuelas mixtas. Las chicas eran un misterio para los que no teníamos hermanas de nuestra edad. A veces Lelia, mi vecinita, se ofrecía para hacerme un colorido dibujo en el cuaderno con sus lápices-acuarela. Pero debíamos sentarnos uno en cada punta de la mesa bajo la minuciosa vigilancia de su mamá, que aparentaba tener su atención sólo en el radioteatro del León de Francia, y que por algún prodigio sobrenatural nunca necesitaba levantarse ni para ir al baño.

Existía en las orillas del pueblo —orillas de pueblo chico— la “casa de doña Rosa”. Pero eso era diferente; por nuestra edad no nos dejaban entrar, y tampoco hubiera servido para entender qué cosa era una chica.

Estaba el cine —cine de pueblo chico—. Uno de los integrantes de la barra, elegido en cada ocasión por sorteo, se ocupaba de distraer al acomodador para que pudiésemos colarnos los demás y así ver las películas en que la mejicana Ana Luisa Peluffo terminaba siempre perdiendo la ropa. Pero esto era como hacer un curso teórico sin tener acceso a las clases prácticas.

Entonces apareció ella, con una edad como la nuestra. Los chicos de la barra decían que el rumor decía que era fácil de convencer para todo. Sólo recuerdo su apellido, su nombre se disolvió en el ácido del tiempo. Tampoco sé ya cómo esa siesta fuimos los dos a dar a orillas del Arroyo Distillo. Hacía mucho tiempo que yo venía practicando el beso romántico contra el espejo del botiquín, así que cuando ella puso su boca sobre la mía, la dejé hacer. La explosión fue en mi nuca; un fuego increíble corrió por mi espalda, y cuando llegó a manos y pies, se me puso la piel de gallina. Las pantorrillas casi me traicionan, y sólo con esfuerzo pude mantenerme en pie. Esto inesperadamente era muy distinto de besar un espejo.

No pude convencerla de nada más.

Mi vieja me notó raro esa noche. Con mañas de adulto me sonsacó lo ocurrido. Ella conocía la fama de la chica —fama de pueblo chico—. “Quiere engancharte, tené cuidado, es una atorrantita”.

Hoy no estoy tan seguro de que las cosas fueran así. Pero no volví a verla.

Leo Rambaut, 2003. Revisión 20/06/06