lunes, 8 de diciembre de 2008

Jean Amery. El hombre que no encontró el sentido


Cuando uno lee El hombre en busca de sentido de Viktor E. Frankl, no puede menos que remitirse a las palabras primeras que se preguntan acerca de ¿Cómo pudo él -que todo lo había perdido, que había visto destruir todo lo que valía la pena, que padeció hambre, frío, brutalidades sin fin, que tantas veces estuvo a punto del exterminio, aceptar que la vida fuera digna de vivirla?
Frankl gustaba citar de Nietzsche: quien tiene un por qué para vivir, encontrará casi siempre el cómo.
Hans Meyer, nacido en 1921 y más conocido como Jean Amery, seudónimo que adoptó para expresar su rechazo a la cultura germana tras haber estado confinado en Auschwitz durante dos años, no encontró ese sentido, en 1978 se suicidó.
Amery no creyó en la trascendencia, encarnó la relación del sujeto con su muerte, de una manera que para algunos autores ha sido la invención de una política del resentimiento.
No ha sido el único, S. Zweig, también se suicida en Brasil pero por distintas razones, solo que Amery focaliza en la vejez, todo el malestar, como si ésta fuese una enfermedad degenerativa, de máxima vulnerabilidad, como si el mundo se le negara por llegar a viejo.

Ahora bien, qué es lo que podemos decir acerca del suicidio y los adultos mayores. Por lo pronto, que constituyen el grupo de edad en el cual el suicidio alcanza con mayor frecuencia su expresión más lograda: la consumación.
Dentro de este eje, cuáles serían los sentimientos y las situaciones con las que lo asociaríamos. Qué hace que la vida valga o no valga la pena de ser vivida; tanto la filosofía, como la religión, la ciencia, el arte en sus variadas expresiones se han encontrado conmovidos por esta negación fundamental.
Las palabras serían: soledad, aislamiento, desesperanza, enfermedad somática, depresión, en suma no encontrar chances para sobrevivir, para trascender, no tener la fuerza suficiente para crear sentido. Tal vez no tener ninguna fe, ni en el hombre. Heidegger dice, la simple inquietud está en el origen de todo.
Pareciera que estamos en el origen de otro relato en donde puede advenir un extrañamiento, de la vida, del mundo, esto de una máquina que no se descompone nunca, o que si lo hizo no dio las suficientes señales, ya que éstas darían cuenta de alguna crisis, alguna posibilidad; tal vez hubo indicios, una depresión enmascarada, una pérdida reciente, pero no fue lo suficientemente comunicada.
Por el contrario ha sido infracomunicada e infradiagnosticada. O quien estuvo cerca no pudo desentrañar, no pudo tolerar, no supo qué hacer.
Siempre recuerdo a una viejita que me dijo: Todos deberíamos escribir en las paredes, voy a llegar a viejo.
La cuestión es si hay paredes para escribir.
Algunos de los factores de riesgo de suicidio en el adulto mayor serían:
-factores psicosociales
-enfermedades psiquiátricas
-enfermedades somáticas crónicas
Estos factores se potencian por su frecuente interacción. El sexo masculino, los antecedentes familiares de suicidio, y la existencia de intentos anteriores.
Dentro de los psicosociales
-situación de soledad y aislamiento afectivo
-imposibilidad real de reponer el objeto perdido, muerte de familiares y amigos
-jubilación, deterioro económico y perdida de status y roles
-carencia de soporte familiar, institucional o social
-impacto psicológico de los trastornos somáticos invalidantes.
El sentimiento de abandono, la sensación de vacío, la desesperación ante el desmoronamiento orgánico y la autopercepción de ser una persona inútil, sin proyectos, genera lo que algunos sociológos han dado en llamar verguenza social.
William Blake decia: la vejez debe ser una manera digna de llegar al palacio de la sabiduría por el camino de la experiencia. La dramática vigencia de los factores sociales alejan al adulto mayor de esta metáfora y lo enfrentan con la culpa, la incertidumbre y la verguenza, sintiendo a veces que sólo se redime con la muerte.

Vivir con el morir

Todos, al envejecer, llegan a un acuerdo con la muerte. No firman la paz sino, por mucho que el término suene molesto, un insano compromiso. No es que aprendan a morir. No se aprende en la intimidad, que consiste propiamente en la conciencia de la inaprehensibilidad, en la reducción del presentimiento a miedo, en el insoportable sentimiento de angustia, en el horror absoluto ante el último aliento. El insano compromiso consiste en el precario equilibrio -cada vez turbado de manera mas o menos acentuada, pero nunca, siquiera en el hipocondríaco neurótico, ausente del todo- de miedo y esperanza, de rebelión y resignación, de rechazo y aceptación. El individuo que envejece, para quien el morir de cuestión objetiva y general se transforma en cuestión personal, intenta neutralizar la proximidad del Gran Momento, que se hace evidente en los datos estadísticos y en el diagnóstico de los médicos, mediante una confianza cada día más irracional y siempre menos confiada en si misma. Cada aplazamiento -tras un ataque, una grave enfermedad, una complicada operación- tiene para él el valor de una apelación ante un tribunal que cree que puede efectivamente absolverlo. Ilusión: ya que en este caso suspender no equivale realmente a anular y los jueces no piensan en la casación. Vivir con el morir no significa alcanzar la comprensión de la propia finitud. Tampoco implica haberse habituado al sinsentido de la nada. La costumbre no es más que un cierto ejercicio de esperanza vacía y falaz, en el autoengaño del que se es víctima, a base de no serlo, ya que, a fin de cuentas, se sabe que en algún momento, muy pronto, el veredicto que se ha de hacer ejecutivo se ejecutará. ....En el envejecimiento devenimos el sentido interno, huérfano del mundo, del tiempo puro. Envejeciendo devenimos extraños a nuestro cuerpo y al mismo tiempo más íntimamente ligados a su masa inerte de lo que lo hayamos estado nunca. Cuando hemos superado la cima de la vida, la sociedad nos prohíbe proyectarnos nosotros mismos, y la cultura se transforma en cultura-fardo que ya no comprendemos, antes bien, nos hace comprender que puesto que ya no somos más que vieja ferralla del espíritu, nuestro lugar está entre los montones de desecho de la época. Envejeciendo, en fin, tenemos que vivir con el morir: una pretensión escandalosa, una humillación sin par, que encajamos no con humildad, sino como humillados. Todos los síntomas de este mal incurable son reductibles a la incomprensible acción del virus de la muerte, con el que venimos al mundo. No era virulento, cuando éramos jóvenes. Sabíamos de su existencia, pero no nos concernía. Con el envejecimiento sale de la latencia. Es una cuestión que nos incumbe, la única, aunque eso no sea nada, y la letanía maníaca, la cháchara poética sobre la muerte son preferibles al abominable kitsch del idilio iluminado por la puesta de sol: Vejez debería arder cuando cae el día, dice Dylan Thomas. Jean Amery. Fragmentos del último libro Sobre el envejecer.