Muchas veces la ausencia de calor y de contacto en las residencias de adultos mayores hace nacer en ellos un profundo sentimiento de soledad, aquí un poema de Donna Swanson que lo simboliza.
Dios mio, qué viejas son mis manos. Jamás lo diré nunca en voz alta, pero lo son. Y tan orgullosa que antes me sentía de ellas. Eran suaves como el terciopelo de un melocotón maduro. Ahora su suavidad se parece más a la de las sábanas raídas o a la de las hojas secas. ¿Cuándo se tornaron garras nudosas y contraídas aquellas manos graciosas y pequeñas? ¿Cuándo, Dios mío? Se hallan extendidas sobre mis rodillas como separadas de este cuerpo gastado que tan bien me sirvió. ¿Cuánto tiempo hace que alguien me acarició? ¿Veinte años? ¿Veinte años? Soy viuda desde hace veinte años. Respetada. Una persona a quien se sonríe. Pero nunca tocada. Jamás junto a alguien, para que se esfume la soledad. Recuerdo, Dios mío, cómo me tenía mi madre junto a ella. Cuando había sido herida en mi cuerpo o en mi alma, me tomaba contra sí y acariciaba con sus cálidas manos mi espalda y mis sedosos cabellos. Dios mío, qué sola me hallo. Recuerdo al primer chico que me besó. Era algo tan nuevo para nosotros. El sabor de los labios jóvenes y de las palomitas de maíz, la impresión de los misterios futuros. Me acuerdo de Hank y de los bebés. ¿Cómo podría recordarles de otra forma que no fuera juntos? Los bebés llegaron de las torpes y desmañadas tentativas de los nuevos amantes. Nuestro amor creció al mismo tiempo que ellos. Y, Dios mío, a Hank no parecía inquietarle ver como mi cuerpo se ensanchaba y se ajaba un poco. Siempre me amaba. Y también me acariciaba. No nos importaba no ser ya bellos. Y los niños me apretaban tanto contra sí. Oh, Dios, qué sola estoy. Dios mío, ¿Por qué no enseñamos a los hijos a ser apasionados y afectuosos tanto como dignos y decentes? Ya ves, cumplen con su deber. Se presentan en sus magníficos coches: vienen a mi habitación y me saludan. Charlan alegremente y evocan recuerdos. Pero no me tocan. Me llaman Mamá, Madre o Abuela. Nunca Minnie. Mi madre me llamaba Minnie. Y también mis amigos. También Hank me llamaba Minnie. Pero ya se han ido. Y Minnie también. Sólo queda la abuela. Y Dios mío, qué sola está.
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