viernes, 5 de diciembre de 2008

Sartre y el paso de los años


Conversaciones con Jean-Paul Sartre

S. de B. - Sí, usted mismo lo ha dicho, la edad es irrealizable, nunca podemos realizar nuestra edad; no nos percatamos de ella. Pero, el hecho de tener treinta, cuarenta, cincuenta o sesenta años ¿no hace que las relaciones con el futuro, con el pasado, con un montón de cosas más, sean diferentes? ¿No representa una diferencia?

J.P.S.- Mientras hubo futuro la edad era la misma. A los treinta años había un futuro, lo había a los cincuenta. Quizá a los cincuenta ese futuro estuviera más reseco que a los treinta; no era yo quien debía juzgarlo. Pero a partir de los sesenta y cinco, ya no hay futuro. Naturalmente, existe el futuro inmediato, los cinco años próximos; pero más o menos yo había dicho todo cuanto tenía que decir, en líneas generales sabía que ya no escribiría mucho, que diez años después todo habría acabado. Me acordaba de la vejez de mi abuelo, una vejez triste; cuando tenía ochenta y cinco años, estaba acabado, pero sobrevivía no sabíamos por qué. A veces yo pensaba que no quería una vejez así y otras, que era necesario ser modesto, vivir hasta el final la edad que alcanzara y desaparecer cuando me lo dijeran.

S. de B. - Al hablar de su relación con la edad sólo habla de la relación con el futuro, pero, ¿sus relaciones con el pasado no han cambiado también? ¿No hubo también momentos en los que, gracias a su obra, supo que tenía una cierta experiencia, un respaldo? ¿No hubo momentos en que le pareció agradable tener cierta edad? ¿Digamos treinta y cinco, cuarenta años?

J.P.S.- No me acuerdo. No he creído nunca en la experiencia, lo decía en La náusea. A los treinta y cinco años era un muchacho que fingía ser un adulto. Nunca tuve experiencia, algo que se hubiera formado detrás de mí, que me empujara, no.

S. de B.- Pero, a falta de experiencia, ¿tiene recuerdos?

J.P.S.- Pocos, muy pocos, como usted sabe; actualmente, hablando con ud. recuerdo algunos, los avivo; pero es porque estamos trabajando con el pasado.

S. de B.- ¿A qué atribuye eso,que es completamente anormal? Por lo general, la gente se da cuenta de que tiene veinte años y que está más o menos contenta de tenerlos. En mi caso, es muy evidente que he tenido varias edades ¿cómo explica ud. que no las haya tenido?

J.P.S.- No lo sé. Pero sé que es así. Me siento como un hombre joven, rodeado de las posibilidades que se ofrecen a un hombre joven. Detesto pensar, lo que es evidente, que mis fuerzas han disminuido, que no soy el que era a los treinta años.
Por ejemplo, el hecho de tener sesenta y nueve años, que transcribo mentalmente en setenta, me es desagradable; por primera vez pienso de vez en cuando en mi edad: tengo setenta años, estoy acabado, pero eso tiene que ver con cosas que provienen del estado de mi cuerpo, por consiguiente, de mi edad, pero que no relaciono con la edad: con el hecho de que veo mal, de que ya no escribo; ya no puedo escribir, ni leer, porque no veo; todas estas cosas se relacionan con la edad...

S. de B. - ¿Siente pues, en el momento actual, su edad?

J.P.S.- Por momentos. Ayer pensé en eso, y también la semana pasada o hace quince días. Evidentemente es una realidad de hecho, en la que pienso de vez en cuando, pero a pesar de todo, en conjunto, continúo sintiéndome joven.

S.de B.-¿En cierto modo intemporal?

J.P.S.- Sí, o joven. Quizá habría que decir que mi cabeza es joven; quizá haya sentido mi juventud, pero en cualquier caso, la he conservado.
El presente es concreto y real. El ayer, es menos nítido y no pienso aún en el mañana. Prefiero el presente al pasado. Hay gente que prefiere el pasado, porque le otorga un valor estético o cultural. Yo, no. El presente, pasando al pasado, muere. Ha perdido su valor de entrada en la vida. Pertenece a ella, puedo referirme a él, pero ya no tiene esa cualidad que es dada a cada instante, en la medida en que lo vivo.
La vida en el presente no es correr tras no sé qué persona nueva; es vivir con los demás dándoles una especie de dimensión presente que, efectivamente, tienen.

De La ceremonia del adiós. Simone de Beauvoir.

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