Por Manuel Vera.
La mayoría cree
que los migronautas se desplazan sobre el planeta de unas remotas tierras hacia
las nuestras. Pero no. Pocos logran advertir que, por el contario, ellos son
los que hacen girar y caminar al mundo con sus migraciones. Ellos llevan sus mundos
de un lado a otro buscando rincones donde quepan el suyo y todos los otros
mundos.
A menudo parecen
encontrar ese lugarcito cálido y amoroso. Apean el planeta y vuelven a regar
sus mares con saladas lágrimas de nostalgia. De su planeta caen sobre nuestros
patios tierritas y piedritas con historias de niños rubios robando la chipá
calentita del horno de la abuela india. De repente deben de nuevo huir
apresuradamente porque los planetas vuelven a chocar: un nacido y criado
reclama como propio el patio trasero. Entonces reaparecen en carne viva
historias de niños descalzos rescatados de la inundación, tan empapados y
percudidos de ese barro que finalmente quedaron con la piel de terracota.
Los que
descendimos de ellos somos hilachas marrones de ríos derramándose de sus mundos
en emergencia. Sin embargo pareciera que por un instante y para siempre nos
hemos quedado adsorvidos al limo apretado del terraplén de una vieja estación
de tren. Pero en algún momento, tarde o
temprano suena el pito de la locomotora nuevamente. El vapor henchido de
fecundas energías nos pone de nuevo sobre aviso que tenemos un mundo por
pechar.
Y ahí arrancamos
nuevamente con nuestro planeta a cuestas en busca de la Tierra sin Mal. Nuestro
planeta unívoco y solitario necesita obstinarse de otros mundos, necesita
desbabelarse del engañoso castigo de lo diverso.
Caminando juntos a
paso firme desfibrilaremos el pecho sincopado del mundo, haremos girar a mil
dialectos por segundo el planeta y el amanecer estará más cerca, porque
nuestros viejos están ahí, espantando a sapucayes limpios las nubes negras y
atajándonos el sol.
Homenaje a nuestros viejos, esas aves migratorias de los
sueños.
Alberto Girri - Dos poemas
Hace 8 años
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