Memoria
Vivir nos endurece. Y está bien que sea así, es necesario. Los fracasos nos templan, nos preparan para defender lo nuestro, y para encarar los futuros fracasos, que siempre habrá algunos entre las cosas que nos salen bien. Pero también es necesario —para que no seamos sólo payasos de piedra, máquinas actuando por reflejos en un ambiente que a fuerza de vivir se ha tornado previsible—, que resucitemos cada tanto al niño que fuimos, con su asombro de colonizador extraterrestre ante un mundo desconocido, insólito.
Por eso, este escrito no es un cuento; hoy, lector, no esperes un desenlace inesperado. Sólo quiero recuperar y compartir una de esas dulces cachetadas, una de esas fuertes sensaciones casi perdidas entre tanto aprendizaje para conseguir funcionar aceptablemente en el sistema.
Nuestro pueblo, Salto, tenía apenas unas diez cuadras de largo. Cuando yo tenía doce años los varones sólo podíamos reunirnos con varones; hacía pocos años que habían comenzado, a veces mal vistas, las primeras escuelas mixtas. Las chicas eran un misterio para los que no teníamos hermanas de nuestra edad. A veces Lelia, mi vecinita, se ofrecía para hacerme un colorido dibujo en el cuaderno con sus lápices-acuarela. Pero debíamos sentarnos uno en cada punta de la mesa bajo la minuciosa vigilancia de su mamá, que aparentaba tener su atención sólo en el radioteatro del León de Francia, y que por algún prodigio sobrenatural nunca necesitaba levantarse ni para ir al baño.
Existía en las orillas del pueblo —orillas de pueblo chico— la “casa de doña Rosa”. Pero eso era diferente; por nuestra edad no nos dejaban entrar, y tampoco hubiera servido para entender qué cosa era una chica.
Estaba el cine —cine de pueblo chico—. Uno de los integrantes de la barra, elegido en cada ocasión por sorteo, se ocupaba de distraer al acomodador para que pudiésemos colarnos los demás y así ver las películas en que la mejicana Ana Luisa Peluffo terminaba siempre perdiendo la ropa. Pero esto era como hacer un curso teórico sin tener acceso a las clases prácticas.
Entonces apareció ella, con una edad como la nuestra. Los chicos de la barra decían que el rumor decía que era fácil de convencer para todo. Sólo recuerdo su apellido, su nombre se disolvió en el ácido del tiempo. Tampoco sé ya cómo esa siesta fuimos los dos a dar a orillas del Arroyo Distillo. Hacía mucho tiempo que yo venía practicando el beso romántico contra el espejo del botiquín, así que cuando ella puso su boca sobre la mía, la dejé hacer. La explosión fue en mi nuca; un fuego increíble corrió por mi espalda, y cuando llegó a manos y pies, se me puso la piel de gallina. Las pantorrillas casi me traicionan, y sólo con esfuerzo pude mantenerme en pie. Esto inesperadamente era muy distinto de besar un espejo.
No pude convencerla de nada más.
Mi vieja me notó raro esa noche. Con mañas de adulto me sonsacó lo ocurrido. Ella conocía la fama de la chica —fama de pueblo chico—. “Quiere engancharte, tené cuidado, es una atorrantita”.
Hoy no estoy tan seguro de que las cosas fueran así. Pero no volví a verla.
Leo Rambaut, 2003. Revisión 20/06/06
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